viernes, 4 de junio de 2010

MI RELOJ Y MI CUADERNO

Gris. Ése era el matiz que coloreaba los cielos de aquella ciudad marina a la que fui a dar después de perderme con mi vehículo personal en esa tarde de otoño de hace algunos años. Una tarde que cambiaría mi vida para siempre.

Y es que la densa niebla que cubría el cielo provocó que terminara pasando la tarde en una taberna tenuemente iluminada donde pude relajarme y poner a escribir en mi diario los sucesos que sobre mí habían acontecido recientemente.

Siempre he sido un sujeto que ha detestado horarios y, estando tan cerca del mar, no quise desaprovechar mi ocasión para hacer de él un acompañante de lujo en una de mis prácticas favoritas: la de pasear.

La llovizna y la densa niebla me impedían observar con claridad la maravilla del golpear de las olas con las rocas que describían la frontera entre los dominios del pueblo y los de Poseidón; pero no me impedían deleitarme con el sonido de murmullo que producen. Parecían susurrarme al oído las historias de los marineros, pescadores y aventureros que habían recorrido sus aguas a lo largo del transcurrir de las centurias.

Luego pasó algo que todavía recuerdo. En la lejanía divisé una mancha negra sobre una de las muchas rocas que marcaban el final de la playa. Una sensación de cosquilleo, a la vez de un misterioso impulso de continuar mis pasos hacia el horizonte noté dentro de mí. Siguiendo mis instintos avancé con paso firme rodeado del misterio seductor que lo que esa mancha negra creía que era me producía.

Apenas unos metros me separaban cuando levanté la mirada y la vi. Parecía que mi corazón y el suyo habían conectado como dos imanes para concentrarnos en el mismo punto geográfico. La ventisca ondeaba su largo y negro vestido que le llegaba hasta sus descalzos pies que posaban sobre una roca de tamaño inferior al de en la que estaba sentada. Sus cabellos lisos y negros se movían en dirección barlovento. Su tez, pálida, cándida y pura apoyaba sobre sus dobladas rodillas con una mirada perdida que atesoraba una belleza incalculable.

No reaccionó ante mi presencia después de oír mis pasos. Rodeados de niebla allí estábamos la misteriosa mujer y yo. Entrecortado y con un poco de miedo, rogué a Dios que si me encontraba dentro de un sueño, no me hiciera despertar. En esa situación, tras sentarme a su lado y quitarme mi reloj y dejar mi cuaderno en el suelo, me dirigí a ella con una voz que temblaba: -¿Se encuentra bien?

Sin alzar la cabeza, me respondió que le sorprendía que hubiera llegado hasta ahí, que la gente la temía y la dejaba sola. Traté de adoptar una actitud cercana a ella para poder sumergirme en los misterios de los que era sede. Quise averiguar a toda costa qué se escondía detrás de esa mirada triste y desamparada.

Hablamos largo y tendidamente varias horas. Sólo después de que cayera la noche y de que ella me pidiera que me fuera a dormir, que necesitaba estar sola, recordé que estaba en un pueblo perdido. Abandoné con tristeza la peña mágica donde continuaba sentada observando el mar esa joven chica que me dijo llamarse Lucía. Ansiaba con esperanza que me diera una voz y que me dijera que vendría conmigo o que volveríamos a vernos, pero no sucedió. Me alojé en una posada esa noche con intención de partir al día siguiente hacia mi ciudad pero observé algo que me hizo cambiar de opinión...

En el bolsillo trasero de mi pantalón había una nota de papel con unos trazos de tinta manuscritos donde rezaba: ''Mañana te espero en el mismo sitio, a la misma hora. Lucía''. En ese momento me sentí completamente feliz, mi corazón sentía algo especial por esa enigmática y bella Lucía. Bajé a comunicar al posadero mi intención de quedarme una noche más, me percaté de que había olvidado en aquellas rocas mi cuaderno y mi reloj y me metí en la cama donde no paré de pensar en ella, en su sonrisa, en sus historias, en su mirada, en su pelo negro movido por el viento, en la palidez de su suave piel...

Allí estuve puntual, como el día anterior... y allí estaba ella esperándome. Esta vez con la cabeza elevada me recibió con una sonrisa. Le comenté que había olvidado mi reloj y mi cuaderno y me respondió: -No te preocupes, te lo devolveré. Paseamos juntos por la orilla del mar conversando sobre libros, sobre historias del pasado pese a que ella rehuía de concretarme demasiado sobre su familia y sus seres queridos. Hablaba de su tierra como algo lejano, como si se encuadrara en un contexto temporal anacrónico.

La lluvia quiso ser testigo del momento en el que me dirigí a ella, le di un fuerte abrazo y al oído le susurré: -Lucía, estoy profundamente enamorado de ti. Te amo y me gustaría acompañarte cada mañana, cada tarde y cada noche en esta solitaria playa. No quiero volver a mi ciudad sino quedarme contigo para contar las olas del mar que se acercan para verte.

Ella me miró a los ojos, derramó alguna pequeña lágrima y me devolvió el abrazo. Alzó mi barbilla con la palma de su mano derecha y me besó apasionadamente. Tenía los ojos cerrados y sólo podía disfrutar de sus labios. Entre mis manos notaba sus cabellos empapados por la fortísima lluvia.

Varios minutos duró ese prolongado beso hasta que Lucía volvió a sugerirme que debía marcharme, que no sabía si volveríamos a vernos.

Llorando desconsoladamente abandoné la playa de la mujer de mis sueños, Lucía, para volver a acudir a la posada. Esta vez no tenía ninguna nota de papel en el bolsillo de mi pantalón. Tampoco tenía mi reloj, pero no me importaba la hora inmerso en semejante dolor.

Al llegar a la posada no dudé en preguntar a mi posadero por esa tal Lucía. Describí su aspecto físico con detenimiento y le conté algunas de las cosas que ella me contó.

El posadero adoptó de inmediato una actitud muy extraña. Y con una mirada de horror hacia mí me dijo: -Esa chica ha sido siempre muy extraña. No se le solía ver por las calles del pueblo y siempre se mantuvo muy distante con los otros chicos de su edad. Dicen que su padre la ha tenido siempre escondida y la ha tratado muy mal.

-¿Me podría decir cómo puedo llegar a la casa de Lucía?, pregunté.

El posadero esgrimió unas lágrimas antes de decirme:

-Hace una semana, Lucía salió con su barca a dar un paseo sola por el mar, como solía hacer siempre. En la playa de las afueras. Un temporal de viento y lluvia se hizo mientras la chica aún no había concluido su paseo. Su barca se hundió y Lucía se ahogó. Dos marineros encontraron su cuerpo sin vida flotando a orillas de esa playa. Lucía está muerta.

Una sensación de la tristeza más absoluta me invadió de repente. El tiempo pareció detenerse y la amargura y el dolor que sentía amenazaban con parar mi maltrecho corazón que había perdido a su compañero y a su musa. Salí de la posada corriendo a toda costa, con todas mis fuerzas mientras la lluvia que diluviaba me golpeaba la cabeza.

No pensaba en otra cosa, solo en llegar a la tumba de Lucía y sobre ella derramar mis lágrimas. Después de mucho buscar por el cementerio de ese pueblo perdido, encontré una lápida donde aparecía el nombre de ''Lucía Martínez''. A los pies de dicha lápida había dos objetos: mi reloj y mi cuaderno.