Han transcurrido 32 años desde que se produjo el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Aquella emblemática fecha, ya popularizada como 23 F, supuso todo un desafío para una democracia que, entonces, daba sus primeros pasos hacia su consolidación.
Por aquellos tiempos, los españoles realizaron un gran
esfuerzo para superar los fantasmas del pasado y lograr consensos que
permitiesen la creación de una España donde todos pudieran convivir. Una España
sin vencedores ni vencidos que mirase al futuro en la búsqueda de prosperidad.
Hoy, después de tres décadas, aquel espíritu de consenso no es
más que un vago recuerdo pasto de las llamas del rencor y de la división. El primero
de los síntomas no es otro que el auge del separatismo catalán, que tiene en
jaque al Estado hasta el punto de que, en dicha región, hace ya muchos años que
no rigen ni la constitución ni los tribunales.
Por otra parte, un importante sector de la política española
ha vivido y vive empeñado en querer dar la vuelta al resultado de la guerra
civil tres cuartos de siglo después. La idea de mirar adelante y de superar los
traumas que ha vivido nuestra nación durante buena parte de su historia ha sido sustituida por un
revanchismo y un espíritu guerracivilista cada vez más presentes en los
círculos de la izquierda, tanto a nivel social como político. La ley de Memoria
Histórica fue una clara prueba que apunta en esta dirección.
La ilusión que había entonces por construir una España nueva y
próspera se ha tornado en una decepción y malestar crecientes entre una
ciudadanía asolada por el paro y la corrupción. Han pasado solo 32 años pero,
como diría Alfonso Guerra, a esta España no la conoce “ni la madre que la parió”.