La monarquía no atraviesa por su mejor momento. Al igual que
el resto de instituciones del Estado, la Corona tampoco escapa de las críticas
vertidas, tanto por parte de los medios como de una ciudadanía que ha perdido la
confianza en la clase dirigente y en los pilares que han sustentado durante
35 años la actual democracia constitucional en la que el rey jugó un importante
y decisivo papel. Después de que salieran a la luz sucesivos escándalos como
la cacería de Botsuana, los acercamientos del rey con una tal Corina y,
sobre todo, el caso Urdangarín, la monarquía ha perdido buena parte de la popularidad que la arropaba.
La torpe actuación de la Casa Real ante lo sucedido al respecto del caso Nóos es lisa y llanamente la punta de un iceberg que insta a los ciudadanos a plantearse si realmente el rey está cumpliendo con su deber de ejemplaridad y de salvaguarda del
orden constitucional. Del mismo modo, el rey ha jugado a mirar para otro lado
ante problemas de la talla del desafío separatista catalán, de las
negociaciones con ETA abiertas durante el mandato de Zapatero o de la politización
de la justicia manifestada en el 11M mejor que en ningún otro caso. Una inacción
que lleva a muchos españoles a replantearse el cariño cuasi devoto que han
brindado a su jefe de Estado durante todas estas décadas.
La Corona necesita reinventarse para sobrevivir a esta
crisis que se atreve a cuestionar lo que hasta hace poco era incuestionable y el
príncipe Felipe goza de una buena reputación entre los españoles. Al
contrario que a muchos de sus familiares, al príncipe no se le conoce ni el más mínimo
indicio de mala praxis. El rey pierde popularidad a pasos agigantados, mientras España necesita más que nunca, en esta dura coyuntura, de una monarquía fuerte que vertebre el orden constitucional y mantenga el marco de
convivencia que ha posibilitado 35 años de paz y estabilidad. Y para ello es
necesaria una regeneración; es necesario que Juan Carlos abdique en Felipe VI.
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