lunes, 4 de junio de 2012


El Olimpo estaba en Portugal: La mayor hazaña de la historia del fútbol

Corría el 4 de julio de 2004. El esférico aguardaba en una de las esquinas del Estadio de la Luz de Lisboa para ser puesto en juego. Angelos Basinas daba un paso atrás, dos, tres… se disponía a botar un saque de esquina. El centrocampista heleno golpeó con el pie derecho el ‘Roteiro’ plateado, que voló durante unos segundos bordeando la línea de fondo, dibujando una trayectoria abierta con un único destino: la frontera del área pequeña de la portería de Ricardo Pereira.

El  Olimpo estaba en Portugal: La mayor hazaña de la historia del fútbol
Cuenta la mitología griega que Urano y Gea, los dioses del cielo y la tierra, doce hijos tuvieron, los doce llamados titanes. El más joven de ellos, Cronos, derrotó a su propio padre para establecer un mandato tiránico. El cruel y poderoso Cronos no vacilaba incluso en devorar a sus propios hijos. Hasta que su esposa, Rea, pudo liberar a uno de ellos, Zeus, y enviarlo a Creta.
El joven Zeus se hizo mayor, protegido por los Curetes y las ninfas en Creta. Una de las titánides, Metis, representante de la sabiduría y la prudencia, proporcionó a Cronos una poción que le hizo reaccionar vomitando a los hijos que previamente había devorado. Zeus se erigió como líder de esos hijos devorados por su padre, los llamados dioses olímpicos, tras establecer su cuartel general en el Monte Olimpo, junto con el resto de descendientes de los demás titanes. Zeus los condujo a una dura guerra de diez años de duración, en la que los dioses olímpicos libraron una serie de grandes batallas contra el orden establecido por los poderosos titanes. Una guerra, llamada titanomaquia, de la que resultarían vencedores y cuyo eco se reprodujo a través de grandes obras de la literatura clásica, como la Teogonía de Hesíodo o en este cuadro de Rubens titulado La caída de los titanes.
Aquella batalla contra los titanes cambió la historia de la civilización. Pero mucho tiempo después, encontraría su continuación. Otto Rehhagel, quiso emular a Zeus y liderar a sus once hombres en una dura guerra contra la hegemonía reinante en el fútbol europeo. Aquellos guerreros griegos quisieron imitar a sus antepasados olímpicos y reproducir sus hazañas en las canchas de juego de Portugal. Frente a las grandes estrellas y los grandes nombres del universo del fútbol, el técnico alemán de la selección griega proponía a los suyos espíritu de equipo, combatividad, garra, casta, trabajo y sacrificio para ganar una guerra que se antojaba imposible: La Eurocopa de 2004. Una guerra compuesta de muchas batallas.
La primera de ellas hubo de ser, precisamente, ante la anfitriona de aquel evento,Portugal. Contra todo pronóstico, los helenos se colocaron con dos goles de ventaja, una ventaja que hicieron valer, pese a que un tal Cristiano Ronaldo recortara distancias al borde del final. Tres puntos que situaban a Grecia como primera de grupo y que alimentaban el sueño de continuar vivos en tierras lusas.
La segunda batalla tendría lugar ante la España que años después se erigiría en dominadora del mundo del fútbol. El gol inicial de Morientes auguraba los peores presagios para los discípulos de Otto Rehhagel, pero un joven guerrero llamado Angelos Charisteas quiso disfrazarse de Hércules en esa guerra particular para neutralizar el tanto español y rescatar un punto que permitía a Grecia acariciar el pase a los cuartos de final. Un logro que pudo certificar a pesar de perder la única batalla de aquella guerra, contra Rusia, en el último partido, por 2 goles a 1, pero la derrota de España ante Portugalpermitió a Grecia obtener el pasaporte a cuartos de final, como segunda clasificada del Grupo A.
Allí aguardaba, nada más y nada menos, que la todopoderosa selección de Francia, vigente campeona de Europa, un continente que daba por muertos a los griegos y consideraba que demasiado había durado su proeza como para poder continuarla a propósito de una de las grandes favoritas en aquel torneo. Pero el nuevo Hércules griego, Angelos Charisteas, no se resignaba a aceptar ningún tipo de pronóstico y saltó más que nadie para poner en el fondo de la red un balón servido magistralmente por Theodoros Zagorakis en el minuto 65. Grecia estaba a un paso de la final.
Solo la República Checa podía impedir que los Rehhagel, Charisteas, Dellas, Karagounis y compañía llevaran hasta el final su homenaje a los dioses olímpicos. Un combinado checo que llegaba a semifinales como gran revelación del torneo, junto a sus rivales helenos. Con un pletórico Milan Baros, un balón de Oro como Pavel Nedved, y otros grandes futbolistas de la talla de Tomas Ujfalusi, Peter Cech o Tomas Rosicky, pocas esperanzas tenía el fútbol griego de poder llegar a aquella añorada final de Lisboa.
Los minutos transcurrían y la igualdad quedaba reflejada en un marcador que no se movió durante los noventa minutos reglamentarios. La prórroga, con la exótica norma delgol de plata, vigente por aquel entonces, sería la juez de aquella batalla a las puertas de la final. El tiempo de la primera mitad de la prórroga agonizaba. Pocos minutos antes, el veterano Vassilis Tsartas, viejo conocido de la liga española, había saltado al césped del Estadio del Dragón de Oporto. El mismo Tsartas, cuyo protagonismo a lo largo del torneo no había sido demasiado, aprovechó sus minutos de gloria para botar un saque de esquina que encontró la cabeza del zaguero Traianos Dellas, que empujó el balón hacia el fondo de la red. Grecia había marcado el gol de plata que le daba el pasaporte automático a la final, sin necesidad de disputar la segunda parte.
En esa final, los griegos volverían a verse las caras con Portugal, aquellos contra quienes empezaron su andadura por la Eurocopa. La sorpresa podía darse una vez, como fue en el primer encuentro, pero no dos veces, pensaban los titanes europeos. Pero la selección griega nunca estuvo de acuerdo con ningún tipo de pensamiento mayoritario.
Como sucedió en semifinales, el marcador no se movió durante los primeros 57 minutos de partido. En ese momento, ocurrió algo insólito e inesperado.
Corría el 4 de julio de 2004. El esférico aguardaba en una de las esquinas del Estadio de la Luz de Lisboa para ser puesto en juego. Angelos Basinas daba un paso atrás, dos, tres… se disponía a botar un saque de esquina. El centrocampista heleno golpeó con el pie derecho el ‘Roteiro’ plateado, que voló durante unos segundos bordeando la línea de fondo, dibujando una trayectoria abierta con un único destino: la frontera del área pequeña de la portería de Ricardo Pereira.
Justo allí viajó el balón tras ser golpeado por el número 6 del combinado heleno. Allí esperaba el Hércules de la Grecia contemporánea, Angelos Charisteas, para anticiparse antes que nadie y empujar el cuero hasta las entrañas de la meta portuguesa. Gol de Grecia, que ganaba 1-0. Y los minutos corrían… llegó el 70, el 80, el 85… y el gol de Charisteas seguía bastando a Grecia para proclamarse campeona de Europa, como se confirmó cuando el colegiado alemán Markus Merk decretó el final del encuentro.
Con todo en contra, en tierra hostil, jugando en casa del rival, con la antipatía de un Viejo Continente que no entendía que había otras formas más humildes de entender el fútbol, los griegos lo habían logrado. Trasladaron su hábitat, el Monte Olimpo, al corazón de Portugal, al Estadio de la Luz de Lisboa.
Zeus, Hefesto, Atenea, Apolo, Hermes, Artemisa, Poseidón, Eros, Afrodita, Ares, Dionisos, Hades, Hestia, Deméter y Hera lograron vencer a los titanes y acabar con la tiranía de Cronos.
Miles de años después, en aquel mes de julio de 2004, Nikopolidis, Seitaridis, Dellas, Fyssas, Kapsis, Basinas, Zagorakis, Karagounis, Katsouranis, Charisteas, Vryzas, Chalkias, Katergiannakis, Venetidis, Dabyzas, Goumas, Giannakopoulos, Tsartas, Kafes, Georgiadis, Lakis, Nikolaidis y Papadopoulos, todos ellos liderados bajo la batuta de Otto Rehhagel, lograron tumbar el orden establecido en el fútbol. Ellos lograron el triunfo del sacrificio, de la humildad, del trabajo, del esfuerzo. Ellos hicieron realidad un sueño. Ellos convirtieron a las estrellas en estrellados. Ellos lograron la mayor hazaña de la historia del fútbol, y ahora escribimos aquellas gestas, como Hesíodo hizo en sus tiempos en su Teogonía.

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