Ocho rayas. Cuatro rojas y cuatro blancas. Un pentágono
rematado por un pico simétrico en su parte inferior con dos lados paralelos en su
parte superior. Siete estrellas decoran el triángulo rectángulo azul que coronan
su mitad norte con el oso y el madroño, símbolo de la ciudad de Madrid, vieja
capital del imperio donde nunca se ponía el sol y la tierra que nos vio nacer.
Es el escudo del Atlético de Madrid. Ese que al mirarlo parece sonreírte, ese
escudo que nos invita a a refugiarnos en él. Un pentágono que nos mira con la
complicidad de un padre protector en cuyo hogar habita una de las más fraternas
y numerosas familias del mundo. Las rayas rojas y blancas llaman la atención,
destacan, chillan. El color de la pasión y herencia de la cuna castellana, sumado
al color de la luz y de la armonía. Cuando lo observamos, sentimos lo mismo que
al posar frente a un espejo. Ese escudo nos refleja a nosotros mismos. Ese símbolo
somos nosotros. Ese pentágono está dentro de nosotros, como nuestra sangre,
como nuestro apellido, como la lengua que hablamos, como la persona a la que
amamos, como nuestros padres, como nuestros abuelos.
Un simple elemento gráfico, un significante, un ente
material que simboliza una realidad difícil de definir y que a día de hoy
constituye uno de los interrogantes más longevos y místicos del fútbol y de
deporte mundial. Una pregunta difícil cuya respuesta solo conocemos los
partícipes de esta enorme familia que comparte una bendita locura llamada
Atlético de Madrid.
Bendita locura es la primera definición que consigo
articular en forma de palabras para dar consistencia al gran misterio de lo que
significa este club. La propia Real Academia Española define este término como privación
del juicio y del uso de la razón. Y lo que representa ese escudo que nos sonríe
cuando con él cruzamos nuestra mirada es un atentado contra la lógica y el
raciocinio, su contenido no responde al orden racional.
Insisto en la necesidad de pertenecer a esta familia para
poder entenderlo. Yo soy uno de los elegidos, uno de los ungidos con las rayas
rojiblancas al nacer y que experimenta todo lo anteriormente expuesto.
El Atlético de Madrid es un refugio del Romanticismo en un
mundo donde ya no quedan románticos. Una fortaleza inquebrantable y resistente
a cualquier tipo de orden lógico que pretenda, mediante la razón, desbaratar la
locura que nos hace felices y que forma parte de nosotros. El Atlético de
Madrid es una ciudad amurallada en cuyo interior resiste una imperturbable
comunidad de soñadores ungidos al nacer con el rojo de la sangre y la luz de
una verdad indefinible. Nuestra verdad.
Frente a los éxitos frecuentes, al poder y a la grandeza
entendida como una acumulación de bienes materiales, existe otra grandeza. La irracional,
la de los sueños, la intangible, la del Atlético de Madrid. La grandeza de esos
románticos atrincherados que sueñan con imposibles convertidos en posibles
gracias a la fuerza de esos sueños. La grandeza de esos románticos que evocan
tiempos pretéritos gloriosos al mismo tiempo que mantienen viva la sonrisa de
ese escudo a pesar de que la realidad a veces sea oscura. Porque al igual que
el Atlético de Madrid forma parte de nosotros, nosotros formamos parte del
Atlético de Madrid. Nosotros somos el Atlético de Madrid. Y del mismo modo que
el escudo nos sonríe cuando lo miramos, nosotros le alentamos cuando la
coyuntura eclipsa su imperturbable sonrisa. Imperturbable porque cuenta con el
infranqueable e inagotable apoyo de esa comunidad de soñadores.
Como he comentado, el Atlético de Madrid es una ciudad
amurallada con todos esos locos dentro. Una ciudad amurallada que vive en el
corazón de ese niño que en una clase de 20 decide ser el único en distinguirse de
los demás portando la zamarra rojiblanca que un día Juan Elorduy nos trajo de
Southampton. Una familia que no se doblega a las seducciones del poder y del
éxito material y que es capaz de resistir con firmeza en la convicción de que
la verdadera grandeza se adquiere por otros cauces. Una bendita locura que
corre por la sangre de los que estuvieron en el Carlos Tartiere, de los que gastaron
su tiempo y dinero en viajar a Stuttgart, a Bruselas, a Hamburgo, a Mónaco, a
Bucarest, a Zaragoza, a Sabadell... Una llama rojiblanca que habita en ese anónimo que cada domingo está
pendiente de la radio o de la televisión, en cualquier parte de
España y del mundo. Ese que gasta su dinero en una entrada para vivir más de cerca las emociones en el Vicente Calderón. Es ese desconocido que nos saluda cuando nos ve ataviados con
nuestros colores, nuestra seña de identidad.
¿Por qué nos saluda? Porque no es un desconocido. Forma parte
de esa familia paralela y unida que se atrinchera dentro de la ciudad de los
románticos que en pleno siglo XXI evocan los valores caballerescos, luchadores
e irracionales que los hacen diferentes. Es un hermano, un compañero de esa
trinchera en la que resistes cada domingo después de perder
incomprensiblemente. La trinchera donde resististe dos años en el infierno, donde
te da la sombra del vecino más coloso del mundo. Pero de donde asomas la cabeza
de vez en cuando para decir a España y al mundo que somos el Atlético de Madrid,
una familia cuya grandeza es eterna, indescriptible e insuperable.
No son once jugadores que golpean una pelota. Son once
guerreros que portan en su pecho el escudo del Romanticismo, de la
irracionalidad, de los sentimientos, de la hermandad rojiblanca. Un escudo que
representa una forma de vivir, una auténtica cosmovisión, una forma de ser
caracterizada por el predominio de los sueños en detrimento de lo material y lo
racional. Ser del Atlético de Madrid es ser, ante todo, un soñador profesional.
Es despertar con el anhelo de deseos imposibles y dormir recordando aquel gol. Es
la anteposición del corazón a la cabeza, el triunfo del alma sobre el cerebro. Es
el idealismo encarnado y manifestado en unos colores. Es decir sí a una vida
repleta de emociones. Es encarar cada día la realidad de un modo pasional,
intenso, sensible y exaltado. Es guardar en tu bolsillo un llavero con ese
escudo que te contagia de su sonrisa en los momentos duros. Es recordar aquel partido y ser feliz por unos segundos. Es una parte de nosotros, es una parte de ti. Es
un sentimiento, un conjunto de sentimientos, una realidad a la que amamos
porque en nuestro corazón pasional y soñador hay sitio para esa locura tan
inmensa. Es elegir el camino difícil, pudiendo elegir el fácil. Es elegir la aventura, pudiendo elegir la comodidad. Es elegir ser pobre, pudiendo elegir ser rico. Pero lo que olvidó don Santiago Bernabéu es que seremos pobres en dinero, pero ricos en amor.
¿Qué es ser del Atleti? El Atleti eres tú. No cambies, hermano.
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